Nuestro día a día inevitablemente involucra comida y tenemos muchas maneras de vincularnos con ella durante esas 24 horas.
Podemos, compartirla, comer solos, disfrutarla, odiarla o puede simplemente no preocuparnos. Incluso, creo firmemente que no existe una persona que no tenga algún tipo de relación con ella porque, incluso para ese último grupo, aquellos que se atreven a decir que no les interesa para nada el comer, de igual forma sienten algo respecto de esa comida que pareciera no importarles: indiferencia.
Responsable y compañera tanto de alegrías como penas, la comida carga con fuertes estigmas, es portadora de salud, bienestar y es un tema permanente sobre y debajo de la mesa. Porque tiene un componente altamente emocional, aunque no siempre seamos conscientes de eso. Simplemente piensa en algún momento de tu infancia en el que fuiste feliz o que recuerdes con cariño, es muy probable que haya algo de comida en él. Hay ciertos olores o sabores que nos conectan de inmediato con ciertas personas, momentos, recuerdos o experiencias, por muy lejanas que estas sean.
En mi caso, crecí en una familia tremendamente conectada con el acto de comer. Mi abuela materna era de esas personas que siempre te reciben con algo de comida. Si nos iba a buscar al colegio llegaba con un dulce. Si pasabas por su casa a verla, imposible no comer o tomar nada. Te ofrecía algo sin la posibilidad de decirle que no. Cada domingo recibía a toda la familia —más de 20 personas— para almorzar en su departamento. Cuidaba de cada detalle de lo que nos servía en esas reuniones.
Existe una preparación en particular de esas que hacía mi abuela que recuerdo con especial cariño por la conmoción que causaba en todos nosotros: el puchero. Unos lo adorábamos, otros no tanto. Pero, sin duda, nadie quedaba indiferente. Se trata de un plato de origen español que mi abuela adoraba comer y preparar porque ella sabía que el suyo, era insuperable. Con anticipación nos anunciaba que, en el próximo almuerzo, comeríamos puchero. Algunos celebrábamos la noticia otros la recibían con menos entusiasmo, pero eso era algo que no se hablaba.
Compraba con tiempo los ingredientes y el jueves empezaba con los preparativos. Cada día avanzaba un poco para contar con el tiempo adecuado para cada procedimiento y no tener que cocinar contra el reloj. Todos los domingos, tomábamos aperitivo antes de sentarnos a la mesa y el día de puchero no era la excepción. Durante el picoteo previo ella no se quedaba sentada. Entraba y salía de la cocina permanentemente porque le preocupaba el almuerzo y nadie hacía aquella labor tan bien como ella. Así, casi sin darte cuenta, ya había llegado el esperado momento y el puchero estaba listo. Servirlo era parte del ritual también. Las mismas 5 fuentes en las que se cocinaba contenían los integrantes de tan esperado plato: papas, zapallo, repollo, garbanzos, algunos embutidos, carne y los huesos de médula que nuca pude probar. Una vez que todos teníamos nuestros platos servidos, mi abuela se sentaba a comer. ¿Qué comía yo? Papas con repollo, zapallo y garbanzos. Todo cocido. Para muchos puede parecer sin gracia pero, para mí, es una delicia que hasta hoy puedo casi saborear con la memoria. Porque, desde que ella murió, nunca he vuelto a comerlo.
Tantos recuerdos familiares que se construyen en torno a la mesa. No solo las recetas que muchas veces se traspasan a través de las diferentes generaciones de cada familia, si no que también está todo ese modo particular de hacer las cosas que tiene cada familia o grupo. El cómo nos reunimos, cómo nos preparamos para comer. Los tipos de conversaciones que tenemos, cómo nos sentamos a la mesa o cómo no lo hacemos y comemos en cualquier otra parte, los temas que tocamos. Es un espacio que congrega y nos invita a compartir.
Mi hermana Isidora estudió cocina y trabaja haciendo comida desde el colegio. Cuando sus clientes le empezaron a pedir que se hiciera cargo de distintas comidas o fiestas en sus casas, naturalmente comencé a trabajar con ella mientras estudiaba diseño. Primero para ayudarla, porque en nuestra casa nos apoyamos en cada negocio o iniciativa que se nos ocurra, y luego, porque a mi también me empezó a gustar. Es que es muy bonito poder ayudar a otras personas a vivir un encuentro en torno a rica comida porque, cuando la comida es rica, propicia el encuentro.
Y, aunque no pensaba dedicar mi futuro profesional a la comida y, como diseñadora, he trabajado freelance todos estos años, mi foco, sin duda, ha estado en Clementina, la empresa que formamos con la Isidora una vez que terminamos nuestras carreras. Creo que para mí se dio de forma muy natural porque, en el fondo, es una extensión de lo que pasaba en nuestra casa familiar día a día. Es esa capacidad de relacionarse a través de las preparaciones es la que marcó mi forma de vincularme con la comida, sin duda, como una forma de entregar cariño a los demás. Pero, además, tanto la comida, como todo lo que la rodea, tiene un importante componente estético que ha sido muy interesante de trabajar. Disfruto mucho poder acompañar nuestras diferentes preparaciones de una marca que va más allá de lo que es simplemente bueno, si no que se enfoca en lo visual.
Cuando el año pasado trabajamos en el proyecto de nuestro libro Emocionario, reflexionamos mucho acerca de lo que significa para nosotras el preparar comida. Cocinar es un acto de amor, a través de nuestras manos, entregamos a otros no solo alimento sino también la posibilidad de un encuentro.
Si esperamos una visita especial, sin duda pensaremos en qué le serviremos. Aunque no lo preparemos, seguramente nos preocuparemos de tener algo para comer o tomar porque, en el fondo, sabemos que es una manera de acoger, de decirle al otro que nos alegra su visita. Y no es necesario cocinar bien para hacerlo, simplemente es un tema de cuidado, de elegir con cariño, pensando en el otro lo que compraré o prepararé para compartir con él.
Si pensamos en las comidas cotidianas de nuestras casas, por más simples que sean, generalmente, implican salir de nosotros mismos y pensar en los demás. Pensamos en lo que es bueno para nuestra alimentación por sobre lo que nos gusta o qué les gusta más a quienes viven con nosotros o qué preparación es la más indicada para propiciar esa conversación que queremos tener con alguien. Ese simple momento en el que nos enfocamos en el otro, para reflexionar sobre lo que le gusta o lo que puede o no comer, para junto a eso compartir nuestro tiempo y comida es un pequeño regalo que podemos hacerle a los demás. Porque salir de nosotros por los demás, es un acto de amor.