Hace un tiempo, compartimos en casa junto a unos amigos muy queridos uno de esos almuerzos largos, conversados y disfrutados en torno a la mesa.
Hablamos acerca de todo tipo de temas mientras comíamos, reíamos y atendíamos las interminables solicitudes infantiles. Cerca de las seis de la tarde, sentí que era hora de un café, así que lo ofrecí. Un par de amigos aceptaron con gusto.
Nos sentamos en el comedor a tomarlo y saborearlo con calma y junto a un amigo muy querido -con el que conversamos bastante-, comentamos acerca del café. Sobre cómo el mundo del café ha evolucionado en Chile en los últimos años y por qué pasamos de la supremacía del café instantáneo, a la realidad que se ve hoy. También nos referimos a cómo han cambiado las preparaciones —el antiguo capuchino con crema que ofrecían las cafeterías en vez de espuma de leche— y cómo el público se ha vuelto cada vez más exigente.
Para mí, se trata de una tendencia natural. Es muy comprensible y un fenómeno casi obvio el que se genere cada vez mayor interés por aprender sobre café, ya que en torno a una taza pasan tantas conversaciones, encuentros y momentos memorables.
Mi amigo me contó cómo había visto necesario hacer presente este cambio cultural en su propia empresa, que nada tiene que ver con café o el rubro de los alimentos. Porque, según me dijo, sabía que la imagen de su marca se veía afectada al recibir a sus clientes café liofilizado tipo instantáneo. Esto pasaba, sobre todo, cuando lo preparaban en cualquier taza que encontraban limpia en la cocina. Para mejorar esa primera impresión que daban a los clientes, es que habían optado por comprar una cafetera. Naturalmente, la conversación continuó con la discusión sobre qué taza acompaña a un café de buena calidad como el que ahora podían ofrecer.
Me encanta el tema. De hecho, tengo una pequeña colección de diferentes tazas y tazones que he ido comprando a lo largo de los años y, aunque suene ilógico, raro o loco, cada día y cada momento en el que quiero prepararme un café, un té o una agüita, elijo la taza según lo que voy a tomar, pero también según mi estado de ánimo o con quién estoy. Porque el recipiente donde ponemos nuestra comida o bebida cumple un rol fundamental a la hora de decirle a nuestra mente cómo será el sabor de lo que pronto nos echaremos a la boca.
Confirmar esa conexión que existe entre la comida y sus objetos, no es difícil. Basta con hacer un simple ejercicio mental. Imaginemos un huevo frito, lindo, de forma perfecta con su yema casi al centro, sin reventar. Los bordes un poco dorados por el aceite, cocido, pero no secos. Un huevo ‘de revista’ montado en un plato blanco de esa clásica loza Luminarc, que venden a granel en los supermercados. Ahora imaginemos el mismo y perfecto huevo frito montado en un plato de una vajilla inglesa, con borde dorado, en perfecto estado. ¿Alguna diferencia? El huevo Luminarc es una comida de cualquier día, rutinaria. Algo a la rápida. El huevo en loza inglesa es una preparación especial para los invitados que esperamos. Los objetos nos entregan un mensaje.
Muchas veces me he planteado si vale la pena gastar un poco más en ciertos objetos cuyo objetivo es cumplir una función básica de nuestro día a día, como un vaso que simplemente contiene el agua que tomamos al llegar a la casa o el plato para servir la comida que comeremos un miércoles en la noche. Y la verdad, es que para mí sí lo vale. Lo vale porque ver objetos lindos me hace feliz, me entrega paz mental, me regala un segundo de bienestar emocional que sigue a algo que nos gratifica de manera natural; que es comer.
Llevo años reflexionando acerca de por qué esto es algo que me afecta o importa. Y hace un tiempo, conocí un concepto nórdico llamado hygge, que se refiere a la creación de espacios cálidos y a la capacidad de disfrutar las cosas buenas de la vida compartiendo con quienes queremos. Puede parecer abstracto, pero esta palabra -de origen danés- ha permeado todas las áreas de la vida en los países nórdicos, incluyendo el diseño.
Dado que el invierno escandinavo es muy largo, las personas pasan la mayor parte del día en sus casas. Y buscando una manera de acercar la naturaleza a pesar del encierro, nace, por ejemplo, la clásica forma ondulada asimétrica de los jarrones diseñados por Alvar Aalto para Ittala, cuya inspiración es, entre otras cosas, el paisaje del lago finlandés. Por otra parte, está Marimekko con sus estampados llenos de color y formas orgánicas. Distintas manifestaciones que buscan entregarnos placer en pequeños detalles del día a día.
¿Hay algo más cotidiano que comer? Probablemente, no. Es un acto que hacemos varias veces al día, durante toda nuestra vida, tan recurrente como dormir o ir al baño. Entonces, si nos basamos en el hygge y su propuesta, ¿no deberíamos, quizás, poner un especial cuidado en esos espacios y así regalarnos momentos de placer todos los días? Ahí es donde le encuentro sentido al valor que le doy a los objetos. Es casi como si fuera una necesidad natural para el ser humano, que se da en todas las culturas y a la que algunas personas somos más sensibles que otras.